Juana de Ibarbourou
(Juana Fernández Morales; Melo, Uruguay, 1892 - Montevideo, 1979) Poetisa uruguaya considerada una de las voces más personales de la lírica hispanoamericana de principios del siglo XX. A los veinte años se casó con el capitán Lucas Ibarbourou, del cual adoptó el apellido con el que firmaría su obra. Tres años después se trasladó a Montevideo, donde vivió desde entonces.
Juana de Ibarbourou
Sus primeros poemas aparecieron en periódicos de la capital uruguaya (principalmente en La Razón) bajo el seudónimo de Jeannette d’Ibar, que pronto abandonaría. Comenzó su larga travesía lírica con los poemarios Las lenguas de diamante (1919), El cántaro fresco (1920) y Raíz salvaje (1922), todos ellos muy marcados por el modernismo, cuya influencia se percibe en la abundancia de imágenes sensoriales y cromáticas y de alusiones bíblicas y míticas, aunque siempre con un acento singular.
Poetisa uruguaya, llegó a ser considerada una de la mejores de América. Su popularidad la llevó a que, en 1929 fuera proclamada, en el salón de los pasos perdidos del Palacio Legislativo, como “Juana de América”.
A más de un siglo desde su nacimiento, su obra se reconoce y valora en todo el mundo. La fachada de la casa en Melo donde Juana de Ibarbourou pasó su niñez y adolescencia, actualmente se conserva como museo.
Su obra expresa el optimismo por la vida, los contrastes entre alegrías y tristezas, el amor por la naturaleza, la humanidad, la libertad, el amor, el destino y la muerte.
Su obra expresa el optimismo por la vida, los contrastes entre alegrías y tristezas, el amor por la naturaleza, la humanidad, la libertad, el amor, el destino y la muerte.
Logró éxito desde sus primeros escritos, contó de forma sencilla sobre el amor y la Naturaleza. La llamaban Juana de América por su gran popularidad.
Falleció en Montevideo en su casona del barrio de la Unión, el 15 de julio de 1979.
El cántaro fresco – Juana de Ibarbourou
Han traído para el almuerzo un ventrudo recipiente de barro lleno de agua recién sacada del pozo. Y está tan fría que, rezumando por todos los poros del cántaro, ha cubierto la rojiza superficie de un fresco manto húmedo. A trechos, el vapor acuoso es más espeso y forma gotas gruesas que caen sobre el mantel blanco. En el comedor reina una penumbra dulce. Por una rendija del postigo entra, tendiéndose de la parte superior de la ventana hasta el piso del centro de la habitación como una tirante cinta amarilla, un rayo de sol que, en el suelo, se concentra simulando un ovillo de hilo dorado.
A veces, al mover un ligero soplo de brisa la cortina, el redondel de sol se mueve también, y Titanio, el pequeño terranova que hace rato lo observa, salta sobre él. Y ladra al ver que lo que él quizás supone un extraño insecto, se trepa como una mariposa burlona a su pata peluda. De la cocina llega ruido de loza, del patio un chirriar confuso de cigarras.
En espera del almuerzo empieza a invadirme la modorra de este cálido mediodía de diciembre. Mi hijo, con esa sana hambruna de los seis años, pellizca un trozo de pan, sentado ya en su sillita junto a la mesa, esperando la llegada del padre. Mis agujas de tejer, la labor, el ovillo, han resbalado poco a poco de mi falda a la estera. Yo apoyo mi mejilla en la fresca superficie húmeda del cántaro. Y esta fácil y sencilla felicidad me basta para llenar la hora presente.
Juana de Ibarbourou
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